Hacía tiempo que no dormía tantos días en mi hogar; el despertar con el sol entrando por mi ventana y anarajando mis parpados, logrando una explosión de luz blanca cuando abro los ojos. Un gallo canta a la mañana y el sonido de las campanas martillea rítmicamente mi caminar por el pasillo. La espesura, casi pringosa, de estos días se desengrasa trabajando con muchas horas de teléfono y ordenador, pero también con películas y sobre todo con libros, que estaban aburridos de esperarme en la estantería. Entre todos ellos, me he decidido por leer y releer a Albert Camus, por lo visto necesitaba adentrarme en su concepto de lo absurdo y en el existencialismo para lidiar con estos relojes que frenan sus manillas y ese calendario que con prisa elimina jornadas, velocidad y lentitud a la vez, una paradoja temporal situada entre el 'no me da tiempo' y el 'qué puedo hacer ahora'.
Recordaba Camus que fue en España donde su generación aprendió que uno puede tener razón y ser derrotado, que la fuerza puede destruir el alma, y que a veces el coraje no obtiene recompensa. Como os podéis imaginar, se refería a la derrota de la República en la Guerra de España, que había resistido al golpe de Estado del 18 de julio del 36 perpetrado por la oligarquía militar, económica y religiosa, y contra todo pronóstico aguantó casi tres años de guerra.
Tal día como ayer, hace 81 años, Franco firmaba el parte de guerra que daba por concluida la contienda, el ejercito rebelde había alcanzado sus objetivos militares. En el puerto de Alicante, más de 15.000 personas se agolpaban para poder salir al exilio y así huir de la represión, pero ya estaban rodeados por la División Littorio de la Italia fascista y con el bloqueo de la rada por parte de la armada franquista, a penas consiguieron salir unos cuantos barcos (como el Stanbrook o el African Trader) atestados de personas que buscaban refugio en otras tierras.

El final de guerra se escribió frente al mediterráneo, visto como frontera y esperanza (hace 8 décadas y en nuestros días). Todas aquellas personas, que quedaron varadas en los muelles alicantinos, fueron trasladas a prisiones improvisadas por la ciudad; el Castillo de Santa Barbara, el cine Ideal, la Plaza de Toros o el famoso Campo de los Almendros, un terreno vallado a la intemperie, donde para sobrevivir se comieron hasta las hojas y la corteza de los árboles. Max Aub definió perfectamente aquel el momento y a esas personas: “[...] Estos que ves, españoles rotos, derrotados, hacinados, heridos, soñolientos, medio muertos, esperanzados todavía en escapar, son, no lo olvides, lo mejor del mundo.”
En nuestros días, desde algunos ámbitos interesados de la sociedad, se nos dicen que la memoria no sirve, que sólo abrimos heridas, que es una perdida de recursos. Sin embargo, no es más cierto que cada aprendizaje de la vida tiene que ver con nuestra experiencia previa, con los recursos con los que hemos vivido, los valores que nos han transmitido, con aquello que hemos visto, leído u oído. Aquellos que fueron apresados en el puerto de Alicante, siguen siendo el valor de un pueblo que no se dejó arrestar, que luchó con lo que pudo por el sueño de una vida mejor para la mayoría. Arriesgaron su vida, su libertad, su comodidad por un proyecto político que les permitiera salir de la miseria histórica en la que habían vivido a lo largo del tiempo.
No quiero centrarme en los hechos ocurridos, en la historia que conocemos. Pero no es casual que escriba esto un dos de abril, el día en el que, hace más de ocho décadas, el desastre se había consumado, el momento en el que la esperanza de escapar se esfumó; las cárceles se llenaban, empezaban las sacas, los expolios, las torturas, la eliminación física e ideológica del que no pensaba como el dictador y su corte. Me gusta recordar que en el periodo republicano gobernó la derecha del 33 a febrero del 36, el golpe de Estado se dio porque despreciaban la democracia, por perder unas elecciones, porque los que a lo largo de siglos habían utilizado las instituciones para su beneficio consideraban que les habían robado algo que les pertenecía por naturaleza.

Mientras tanto, os pido que penséis en aquella ciudadanía que conforme se levantaron los militares contra el gobierno legítimo fueron a pedir armas para defender al Estado que más les beneficiaba; el de la construcción de escuelas, la creación de la Seguridad Social, la reforma agraria, el que potenciaba las libertades individuales, la ciencia, los derechos laborales, la cultura... Aquellas personas que una vez perdida la guerra se quedaron en España para reorganizar, que se unieron a la guerrilla, que continuaron su lucha en la clandestinidad, que combatieron el fascismo en Europa y África, que hipotecaron su vida por mejorar el conjunto de la sociedad.
Por tanto, lo que nos deberíamos preguntar es ¿Cuanto vale nuestro tiempo? ¿Cómo se puede medir el precio del tiempo que no gastamos con los que queremos? ¿Qué valor se le da a los proyectos aplazados? ¿Cómo cuantificar sacrificios, penas, desilusiones, cansancio? ¿Por qué tanta gente se presta a ello? Quizá es por la ideas que defendemos, puede que por aquellas personas que las formularon o por las que dieron por ellas su libertad, su patrimonio, su vida, su esperanza...
Más de 80 años después, no olvidamos; mientras vivimos un momento único en la historia como es el confinamiento de gran parte de la población en sus casas, sabemos que hay un personal sanitario en los hospitales arriesgando su salud por el resto de la población, son los héroes de la actualidad, tal y como lo fueron nuestros padres, madres, abuelos y abuelas por la democracia. Recordamos que su esfuerzo es titánico, pues están dando todo lo que pueden humanamente, máxime con los años de recortes en la sanidad pública, de los diferentes gobiernos neoliberales, que ha dejado los hospitales con menos personal, menos camas y menos material, buscando beneficiar a las privadas, intentando hacernos pasar de pacientes a clientes.

Tanto ayer como hoy, no nos rendimos; estos días nos tienen que servir para entender que tenemos que beneficiar a la mayoría a la que pertenecemos, que lo público es el instrumento que nos permite igualar a la sociedad, pues todos tendremos las mismas oportunidades de estudiar, de curarnos, de tener unos servicios y unas prestaciones dignas, que nos permita tener un proyecto de vida viable.
Este proceso tiene que servir para una toma de conciencia por parte de los desfavorecidos y tenemos que entender la fuerza que tenemos, la capacidad de cambiar las cosas y luchar como sociedad para que cada cual aporte en función de sus capacidades y reciba según sus necesidades, para conseguir un mundo con una perspectiva global, teniendo una visión como especie (ya que este sistema nos amenaza) y sobre todo empatizando con el resto de seres vivos que poblamos este maltrecho planeta.
Termina el día, después de horas atados a pantallas, salimos al balcón a aplaudir a las medicas, enfermeros, celadores, reponedoras, limpiadores, cajeros, transportistas y vemos como la noche cae y otro día pasa. Saldremos de esta y esta vez no permitiremos que suframos los mismos, que paguemos los recortes los de siempre los privilegios de unos pocos. Leemos, reflexionamos y nos empoderamos para que nadie se quede atrás, para eliminar las desigualdades, para potenciar la solidaridad. Cuando esto pase no vamos a volver a perder, porque si hay un porvenir esperanzador, este se fragua todas las noches cuando nos vamos a la cama, cuando todo parece más lúgubre, y queremos que a nuestros seres queridos, nuestros vecinos y vecinas, nuestros pueblos y ciudades les vaya bien y ese sueño se construye entre todos y todas en base a esa memoria colectiva que nos hace mirar al pasado para conquistar el futuro.