Decía el bueno de Galeano que la
realidad es real porque nos invita a cambiarla, no porque nos obligue
a aceptarla. Esta es una frase que utilizo mucho en mis
intervenciones, ya que siempre he considerado que tenemos que
combatir la apatía y el desánimo, del que se aprovechan los que
siempre han manejado la historia de la humanidad, para que todo
permanezca perenne, inmutable y, de esta forma, poder seguir
acumulando en beneficio en unos pocos y a costa de la mayoría de
seres vivos que habitamos este planeta.
Vivimos tiempos difíciles, en los que
ha habido un reflujo de la movilización, que de un tiempo a esta
parte sólo se sostiene por la lucha feminista y por unas pensiones
dignas, básicamente. Si retrocedemos, el capital avanza, es algo que
hemos aprendido con la experiencia de décadas de lucha contra las
injusticias. La estafa global que estamos viviendo, llamada crisis,
pone en riesgo muchos de los fundamentos del sistema, ampliando como
nunca antes las desigualdades sociales, geográficas y económicas.
Desde que tengo uso de razón sólo he
visto empeorar este mundo, no es casual, pues yo nací en los tiempos
en los que la lógica neoliberal se hacía hegemónica, adelgazando
el estado, recortando derechos, servicios y la capacidad de las
personas de tener unas condiciones materiales suficientes para tener
un proyecto de vida que les pueda hacer felices, derribándose las
alternativas reales y de pensamiento que se habían ido construyendo
durante dos siglos de movimiento obrero.
Al final soy/somos herederos de ese
“Fin de la historia” y mi generación ha sido educada dentro de
esos planteamientos. Más, cuando a partir de los movidos años 60,
con la entrada de los hijos e hijas obreras en la universidad,
despertando conciencias críticas y llenándose de argumentos, el
capitalismo se dio cuenta del peligro que suponía eso y comenzó a
especializar las carreras, aumentando tasas y matrículas,
patrocinando estudios que beneficiaran a empresas o favoreciendo a
las privadas, de esta manera extirpaba cualquier fortaleza que
pudiera entregar a la clases trabajadoras, esto se mostró de manera
cristalina con el Plan Bolonia, impulsado por la Unión Europea.
De esta forma, la izquierda iba, poco a
poco, perdiendo la batalla cultural, sobre todo al entenderse ésta
como un bien más de consumo, por parte del neoliberalismo, y se
dejara atrás los beneficios sociales y la potenciación del
pensamiento que ofrece a la ciudadanía. Nos han inoculado el
individualismo, el sálvese quién pueda, enfrentándonos a las
clases populares, dividiéndonos por las migajas que caen del
banquete de una minoría que lo domina todo. A mucha gente le es más
fácil empatizar con un multimillonario que aparece en las páginas
de sociedad o deportivas que con una familia que se juega la vida
cruzando el Mediterráneo huyendo de la guerra, el hambre y la
desesperación.
Esto se favorece desde todas las
tribunas mediáticas, grandes generadores de opinión, para buscar
una falsa imparcialidad, nos hablan del bajo nivel político,
generalizando a la hora de hablar de partidos, de la falta de
preparación de nuestros representantes, haciendo una “tabula
rasa” que lleva más a la indiferencia, al enfado o a la
decepción. Además de que considero que es falso, porque a pesar de
como algunos privilegiados han hinchado sus curriculums,
tenemos unas políticas y políticos que por norma general están
mucho mejor formados que hace años, a diferencia de lo que la
mitología de la “modélica” transición haya dejado en el
imaginario colectivo. Pero el problema radica en lo ideológico, a
quién responden las demandas de cada uno y el miedo de un régimen
monárquico que se tambalea desde sus cimientos, porque nunca había
tenido una izquierda alternativa tanta fuerza parlamentaria.
Sin embargo, hay una especie de
desánimo colectivo, una falta de participación, un lucha interna
constante, poniendo en duda las estrategias que nos marcamos y
focalizando los debates de manera introspectiva, en vez de iluminar y
resaltar todo aquello que está imposibilitando la esperanza de un
futuro más humano en el que los y las que poblamos este planeta
podamos vivir con dignidad.
Mientras esto sucede, tenemos un
enemigo poderosísimo, que maneja todos los resortes del estado y el
poder mediático. Condenan a la población a un precariedad, que
dificulta mucho su capacidad social para tener tiempo libre para la
militancia, para expandirse, para sus aficiones. Nos asfixian y nos
dificultan unirnos y reunirnos, que despierte de nuevo ese
sentimiento de clase, esa pertenencia a un grupo social amplio, esa
necesidad de luchar por los intereses de la mayoría. La construcción
de poder popular tiene que hacerse en todas nuestras relaciones
sociales, con nuestro ejemplo, unificando nuestras ilusiones de una
vida mejor, de tener las condiciones materiales para lograr ser
felices.
Cada una de nosotras y nosotros es una
célula revolucionaria, que tiene señalar las injusticias del
capitalismo, del patriarcado, el inminente desastre que supone el
calentamiento global, acercando cada vez a más y más personas que
se unan a esta trinchera, luchando desde movimientos sociales,
sindicales, políticos, culturales o deportivos, forjando un bloque
histórico contrahegemónico que cambien ese sentido común que
impera actualmente. “Unámonos en lo que nos une y separemos lo que
nos separa” decía Pasionaria y en eso consiste, en crear alianzas
con otros grupos en lo concreto, en lo urgente, en aquellas demandas
básicas; en educación, sanidad, trabajo, vivienda, dependencia,
medio ambiente... A partir de ahí, trabajar por acercar ese
horizonte revolucionario, sin perder esa perspectiva. Pero para ello
tenemos que atraer a nuestra clase, a los afectados por la perdida de
derechos. De nada sirven grandes discursos o escritos, si nadie nos
escucha, si nadie nos lee y, al final, únicamente nos damos la razón
entre nosotras, sin lograr llegar más allá de nuestros convencidos.
No nos puede atemorizar tejer lazos con
aquellos con los que compartimos muchos aspectos programáticos, sólo
puede tener miedo de ello aquel que desconfíe de sí mismo, de no
tener unos planteamientos ideológicos bien asentados y quien no esté
analizando la realidad de una manera científica. Los partidos,
sindicatos, asociaciones son instrumentos que utilizamos para
construir estrategias comunes que mejoren las condiciones de vida de
la sociedad, intentando que las masas los vean como herramientas
útiles para su propio propósito, formando un movimiento que supere
el estado actual de las cosas. En muchas ocasiones he estado en
desacuerdo con lo que decidíamos de manera colectiva en los espacios
que participo, pero no por ello he dejado mi trabajo militante, ni he
dado más importancia a mis discrepancias que al objetivo por el que
estoy allí. He continuado aportando y luchando, para acabar con este
sistema injusto, visualizando claramente donde está el enemigo y
dejar mis discrepancias a un lado hasta que por medio asambleario
pudiera cambiar estos puntos de vista, por medio de los mecanismos
democráticos que nos hemos dado en las organizaciones de izquierda.
Decía Almudena Grandes en su libro
“Besos en el pan” que las y los españoles durante siglos supimos
ser pobres con dignidad, pero nunca habíamos sabido ser dóciles,
nunca, hasta ahora. Y eso es lo que tenemos que voltear, dejar los
cantos de sirena a un lado y continuar esa lucha histórica por la
libertad, por la justicia social, por la igualdad, por la solidaridad
entre pueblos. Basando nuestra fuerza en los intereses de la mayoría
social, de la clase trabajadora, en valores internacionalistas y
ecologistas, recordando que la fraternidad entre nosotros, entre
diferentes, nos debe mejorar individualmente para lograr nuestros
objetivos comunes, debatiendo sin miedos, sin posiciones enconadas, asumiendo contradicciones, sin dramatismos, y así conseguir un mundo en el que nuestra
supervivencia digna como especie este asegurada y consigamos otorgar
un mejor legado a las próximas generaciones que la herencia que
nosotros recibimos.