domingo, 30 de diciembre de 2018

¿Acabamos con la indiferencia?


Decía el bueno de Galeano que la realidad es real porque nos invita a cambiarla, no porque nos obligue a aceptarla. Esta es una frase que utilizo mucho en mis intervenciones, ya que siempre he considerado que tenemos que combatir la apatía y el desánimo, del que se aprovechan los que siempre han manejado la historia de la humanidad, para que todo permanezca perenne, inmutable y, de esta forma, poder seguir acumulando en beneficio en unos pocos y a costa de la mayoría de seres vivos que habitamos este planeta.

Vivimos tiempos difíciles, en los que ha habido un reflujo de la movilización, que de un tiempo a esta parte sólo se sostiene por la lucha feminista y por unas pensiones dignas, básicamente. Si retrocedemos, el capital avanza, es algo que hemos aprendido con la experiencia de décadas de lucha contra las injusticias. La estafa global que estamos viviendo, llamada crisis, pone en riesgo muchos de los fundamentos del sistema, ampliando como nunca antes las desigualdades sociales, geográficas y económicas.

Desde que tengo uso de razón sólo he visto empeorar este mundo, no es casual, pues yo nací en los tiempos en los que la lógica neoliberal se hacía hegemónica, adelgazando el estado, recortando derechos, servicios y la capacidad de las personas de tener unas condiciones materiales suficientes para tener un proyecto de vida que les pueda hacer felices, derribándose las alternativas reales y de pensamiento que se habían ido construyendo durante dos siglos de movimiento obrero.

Al final soy/somos herederos de ese “Fin de la historia” y mi generación ha sido educada dentro de esos planteamientos. Más, cuando a partir de los movidos años 60, con la entrada de los hijos e hijas obreras en la universidad, despertando conciencias críticas y llenándose de argumentos, el capitalismo se dio cuenta del peligro que suponía eso y comenzó a especializar las carreras, aumentando tasas y matrículas, patrocinando estudios que beneficiaran a empresas o favoreciendo a las privadas, de esta manera extirpaba cualquier fortaleza que pudiera entregar a la clases trabajadoras, esto se mostró de manera cristalina con el Plan Bolonia, impulsado por la Unión Europea.

De esta forma, la izquierda iba, poco a poco, perdiendo la batalla cultural, sobre todo al entenderse ésta como un bien más de consumo, por parte del neoliberalismo, y se dejara atrás los beneficios sociales y la potenciación del pensamiento que ofrece a la ciudadanía. Nos han inoculado el individualismo, el sálvese quién pueda, enfrentándonos a las clases populares, dividiéndonos por las migajas que caen del banquete de una minoría que lo domina todo. A mucha gente le es más fácil empatizar con un multimillonario que aparece en las páginas de sociedad o deportivas que con una familia que se juega la vida cruzando el Mediterráneo huyendo de la guerra, el hambre y la desesperación.

Esto se favorece desde todas las tribunas mediáticas, grandes generadores de opinión, para buscar una falsa imparcialidad, nos hablan del bajo nivel político, generalizando a la hora de hablar de partidos, de la falta de preparación de nuestros representantes, haciendo una “tabula rasa” que lleva más a la indiferencia, al enfado o a la decepción. Además de que considero que es falso, porque a pesar de como algunos privilegiados han hinchado sus curriculums, tenemos unas políticas y políticos que por norma general están mucho mejor formados que hace años, a diferencia de lo que la mitología de la “modélica” transición haya dejado en el imaginario colectivo. Pero el problema radica en lo ideológico, a quién responden las demandas de cada uno y el miedo de un régimen monárquico que se tambalea desde sus cimientos, porque nunca había tenido una izquierda alternativa tanta fuerza parlamentaria.

Sin embargo, hay una especie de desánimo colectivo, una falta de participación, un lucha interna constante, poniendo en duda las estrategias que nos marcamos y focalizando los debates de manera introspectiva, en vez de iluminar y resaltar todo aquello que está imposibilitando la esperanza de un futuro más humano en el que los y las que poblamos este planeta podamos vivir con dignidad.

Mientras esto sucede, tenemos un enemigo poderosísimo, que maneja todos los resortes del estado y el poder mediático. Condenan a la población a un precariedad, que dificulta mucho su capacidad social para tener tiempo libre para la militancia, para expandirse, para sus aficiones. Nos asfixian y nos dificultan unirnos y reunirnos, que despierte de nuevo ese sentimiento de clase, esa pertenencia a un grupo social amplio, esa necesidad de luchar por los intereses de la mayoría. La construcción de poder popular tiene que hacerse en todas nuestras relaciones sociales, con nuestro ejemplo, unificando nuestras ilusiones de una vida mejor, de tener las condiciones materiales para lograr ser felices.

Cada una de nosotras y nosotros es una célula revolucionaria, que tiene señalar las injusticias del capitalismo, del patriarcado, el inminente desastre que supone el calentamiento global, acercando cada vez a más y más personas que se unan a esta trinchera, luchando desde movimientos sociales, sindicales, políticos, culturales o deportivos, forjando un bloque histórico contrahegemónico que cambien ese sentido común que impera actualmente. “Unámonos en lo que nos une y separemos lo que nos separa” decía Pasionaria y en eso consiste, en crear alianzas con otros grupos en lo concreto, en lo urgente, en aquellas demandas básicas; en educación, sanidad, trabajo, vivienda, dependencia, medio ambiente... A partir de ahí, trabajar por acercar ese horizonte revolucionario, sin perder esa perspectiva. Pero para ello tenemos que atraer a nuestra clase, a los afectados por la perdida de derechos. De nada sirven grandes discursos o escritos, si nadie nos escucha, si nadie nos lee y, al final, únicamente nos damos la razón entre nosotras, sin lograr llegar más allá de nuestros convencidos.

No nos puede atemorizar tejer lazos con aquellos con los que compartimos muchos aspectos programáticos, sólo puede tener miedo de ello aquel que desconfíe de sí mismo, de no tener unos planteamientos ideológicos bien asentados y quien no esté analizando la realidad de una manera científica. Los partidos, sindicatos, asociaciones son instrumentos que utilizamos para construir estrategias comunes que mejoren las condiciones de vida de la sociedad, intentando que las masas los vean como herramientas útiles para su propio propósito, formando un movimiento que supere el estado actual de las cosas. En muchas ocasiones he estado en desacuerdo con lo que decidíamos de manera colectiva en los espacios que participo, pero no por ello he dejado mi trabajo militante, ni he dado más importancia a mis discrepancias que al objetivo por el que estoy allí. He continuado aportando y luchando, para acabar con este sistema injusto, visualizando claramente donde está el enemigo y dejar mis discrepancias a un lado hasta que por medio asambleario pudiera cambiar estos puntos de vista, por medio de los mecanismos democráticos que nos hemos dado en las organizaciones de izquierda.

Decía Almudena Grandes en su libro “Besos en el pan” que las y los españoles durante siglos supimos ser pobres con dignidad, pero nunca habíamos sabido ser dóciles, nunca, hasta ahora. Y eso es lo que tenemos que voltear, dejar los cantos de sirena a un lado y continuar esa lucha histórica por la libertad, por la justicia social, por la igualdad, por la solidaridad entre pueblos. Basando nuestra fuerza en los intereses de la mayoría social, de la clase trabajadora, en valores internacionalistas y ecologistas, recordando que la fraternidad entre nosotros, entre diferentes, nos debe mejorar individualmente para lograr nuestros objetivos comunes, debatiendo sin miedos, sin posiciones enconadas, asumiendo contradicciones, sin dramatismos, y así conseguir un mundo en el que nuestra supervivencia digna como especie este asegurada y consigamos otorgar un mejor legado a las próximas generaciones que la herencia que nosotros recibimos.