Sentado
ante un café, mientras una calada inunda mis pulmones, me pongo a pensar en
cómo he llegado hasta aquí. Pienso en los pasos que he dado, esas zancadas
torpes, rápidas, pensativas, que me han acercado hasta Bahía Blanca, en
Argentina.
Todo
empezó en Valencia; una matrícula universitaria cada vez más difícil de pagar,
una huelga general de la que salgo señalado como peligroso en el trabajo, una
desesperanza creciente sobre mi futuro como historiador y una sociedad a la que
le cuesta despertar de su propio sueño.
Cada
día un empujoncito más hacia precariedad, hacia la incógnita. Con un sueldo de
subsistencia en el que todo parece un lujo, en un trabajo que me roba casi todo
el tiempo. El “Plan Bolonia” no quiere gente que se pague los estudios desde
los dieciocho años y sigo estudiando a distancia. No puedo luchar como quisiera
por nuestros derechos, ya que no dispongo de horas, minutos o segundos. Los
días pasan, los meses pasan y los años pasan…
Finalmente,
respiro, analizo y actúo con el tiempo que me “regala” el paro. Mi compañera me
propone cambiar de vida, marchar a Argentina ¡La oportunidad está ahí!
Ahorramos y soñamos con los ojos abiertos, pero conocemos la contrapartida: Les
tendremos que decir adiós a nuestros amigos y familiares, a la gente que
queremos la dejaremos atrás por mejorar nuestra existencia.
El frío
agosto argentino se llevó mucho del calor que la gente nos había dado, de vez
en cuando, las lágrimas brotaban de nuestros ojos al echar la vista atrás. Pero,
poco a poco, nos dimos cuenta de lo bien que sienta respirar con gran fuerza,
sentir el frío, implacable, llenándonos, haciéndonos sentir más vivos girando,
riendo, pensando…
Ante
nosotros se mostró Bahía Blanca; con sus calles perfectamente alineadas, con
viviendas, mayoritariamente, de planta baja dejando penetrar el sol hasta las
ventanas, llenando de luz las habitaciones. La zona noble de la ciudad está
alrededor de su plaza principal, con edificios de clara inspiración francesa,
que sería preciosa, si no hubieran cometido el error de construir, también,
gigantescos monstruos de hormigón en los últimos 50 años.
Entonces,
la esperanza de que todo nos pudiera ir mejor nos ayudó a caminar. Yo voy
consiguiendo que muchos de mis proyectos salgan adelante, dándome tiempo a
hacer un voluntariado en un barrio pobre. Mi amor, logra trabajar en un
laboratorio, algo casi utópico en España.
Y,
finalmente, doy el último sorbo al café y apago el cigarrillo, continúo así mi
camino, fuera de mi ciudad, lejos de mis amigos, a miles de kilómetros de mi
familia. Pero sigo caminando, empatizo con esos republicanos que poblaron estas
tierras antes que yo, antes que nosotros. Sigo luchando, para que esto no lo
tenga que vivir ninguna persona más en el mundo, sea de donde sea. El
capitalismo nos puede separar de nuestros hogares y gentes, pero nunca nos
podrá alejar de nuestros pensamientos.
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